domingo, 1 de abril de 2012

Mis poseciones

Mis posesiones, compradas o heredadas, en Pachita:
Una mesita, con una pata única, que siempre se las arregla para cojear.
Una silla que goza en hacerme recordar que no siempre es cómodo estarse sentado.
Una cocina que me da terror mirarla, tan seria y oxidada, hasta parece triste, y me da pena que tenga como función principal hacer mi pobre hora del almuerzo una especie de fiesta inalcanzable.
Una carretilla que, de tanto parche que le puso mi heredador padre, me acompleja que yo, para usarla, tenga que calzarme los guantes de trabajo.
Hileras de libros, todos ya leídos, y que sin embargo, no han dejado visible huella alguna, y para colmo, algunos de sus autores, amigos míos.
Repisitas de madera, un baúl chiquito y otro grande, un dizque roperito casi igual de alto que de ancho, clavos martilleados a lo macho en las paredes y sin ninguna estética convencional, todos testigos elocuentes de que por aquí pasó ese hombre que poco habló y mucho enseñó a propios y extraños.
Caminitos trajinados y ya olvidados, que nos hablan de rutas nada improvisadas que llevaban a cada planta sembrada y cosechada, por ahí atrás “junto al pozo”.
Variedad de árboles frutales que, en cada ciclo productivo, me cantan glorias mejores que tuvieron, cuando cada mañana eran saludados y alentados: “apúrate cholo, que ya te toca tu turno”, y felices entregaban sus frutos a esas manos expertas que los recogían.
Dos cercos de piedra, uno al frente y otro al fondo, éste aún está, aquel ya no, los que me hacen sentir, como si aún estuvieran frescos las ampollas en las manos y el dolor de cintura de cuando, en los fines de semana, ponía yo piedra sobre piedra, guiado por el incansable Beshto, hace ya casi treinta años.
Un pozo silencioso, 30 metros abajo, que tan calladamente canta recuerdos, tonadas al silbo, proyectos en voz alta, y penas, muy escondido allá al fondo de Pachita, cerca a la zona de Tiwinza, llamada así por su reclusión y soledad, junto a la propiedad minada del vecino inmediato.
Unos árboles frutales, a quienes vi nacer, y que ahora me incentivan a mirar hacia las nubes, aunque fuera sólo por el egoísmo de buscar un fruto en sazón entre sus dadivosas ramas.
Un dizque batán hecho de cemento pobre, que aún guarda el sabor de los ajicitos con huacatay, preparados a lo rápido, “por que yo pu’hago las cosas en el aire, en el aire nomá”, como sentenciaba la Rogel, a modo de desafío.
Una infindad de cosas y huellas de una presencia que no pasa, Beshto, mi padre.